14 dic 2011

El secreto de Mel - Parte 4

   En ese momento, me vino a la cabeza una habitación. La luz estaba apagada. Una niña de apenas cinco años estaba tumbada boca arriba en la cama. La puerta se abrió y apareció una señora pelirroja. Se acercó a la niña y le subió las sabanas hasta taparle el cuello.
   Se sentó en la cama, le acarició la mejilla y le dio un beso. Se sonrieron y la mujer se levantó y se apoyó en el marco de la puerta.
   - Buenas noches, cielo.
   - Mamá…
   - Dime – se giró la mujer antes de irse.
   - No vas a dejarme nunca, ¿no?
   - Jamás, Mel – dijo convencida de sí misma.
   Mel. Tan sólo mi madre me llamaba así. Una lágrima se deslizó hasta mi barbilla. Con la palma de la mano la hice desaparecer, lo que quería hacer yo en este instante, volatilizarme, no existir.
   A la mañana siguiente, Carolina no estaba en la casa. Supuse que se había ido, pero media hora después volvió a aparecer, con unas bolsas en las manos. Sin decir nada, las dejó en la mesa y empezó a meter las cosas en la nevera.
   “Échale una mano, a lo mejor te va aceptando poco a poco”.
   Me acerqué a ella y empecé a recoger las cosas que todavía había en las bolsas. Cuando terminamos, me miró fijamente y sonrió. Se acercó y me dio un abrazo. Se separó un poco de mi, pero no me soltó.
   - Gracias – sin decir nada, sus labios rozaron los míos. Intenté separarla, pero me inmovilizó y me clavó algo en la espalda. Lentamente, fui perdiendo la conciencia.
   “No vamos a morir, creo que nos a dormid…”.
   Abrí los ojos. No estaba en el mismo lugar, de eso estaba segura. Aquí había mucha más luz y la lámpara que estaba sobre mi cabeza, daba la impresión de que era antigua, de lujo.
   Me incorporé. Tenía la mente confusa y la visión un poco borrosa. No había nadie. En frente de la cama donde estaba, había una pared llena de libros, a la derecha un hogar y justo a la izquierda, pegado al colchón, un radiador.
   “Levántate y mira si la puerta está abierta” Esta vez, la conciencia hablaba más bajo de lo normal “Si no lo está, busca algo que puedas utilizar como arma para defenderte”.
   Me puse de pie, pero mis rodillas se doblaron, haciéndome perder el equilibrio. Ágilmente, apoyé la mano en la mesilla. Tras haberlo recuperado, lentamente me dirigí a la puerta y tras varios intentos de abrirla, me rendí. Luego busqué algo para defenderme, pero tampoco había nada útil.

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