Allí estaba ella, a apenas veinte metros de
mí. Pero me parecía una distancia infinita. Su pelo negro estaba recogido con
una goma, dejando ver su nuca del color de la porcelana. Sus ojos negros
brillaban por culpa de esa hermosa sonrisa que le alegraba su rostro perfecto.
Por un momento, me pareció que el corazón se
me iba a salir del pecho. Nuestras miradas se cruzaron por una milésima de
segundo y tuve la esperanza de que se hubiera fijado en mí. Pero no fue así.
Era imposible que hubiese notado la presencia de la pequeña estrella que poco
relucía y que se encontraba al lado del Sol.